Cierto compañero de la blogesfera se quejaba abiertamente contra ciertas pretensiones autonomistas o regionalistas que existen dentro de algunas comunidades autónomas. Consideraba él que estos movimientos fomentaban la deslealtad nacional y el separatismo. Nada más lejos de la realidad. Para desenvolver ese sentimiento de patria y unión que los españoles tanto necesitamos no hay que luchar por arrebatar los sentimientos naturales y lógicos de amor a la tierra o la ciudad que existen todavía hoy en España. El apego a la tierra y el empuje actual de los movimientos descentralizadores son consecuencias naturales del carácter pluralista de la nación, por ello no sólo no debemos combatirlos con ese endémico y peligroso centralismo, es menester promoverlos lejos de cualquier tipo de chauvinismo sectario. El centralismo no sólo es un modelo universalmente fallido, sino que a nivel español ha sido y es el principal elemento de discordia y apatridia, sembrador de separatismos y taifas varias. Descentralizar, y dentro de ello, optar por una federación es la manera idónea para, por un lado, enterrar los fantasmas secesionistas que nos quitan el sueño desde hace más de un siglo, y por el otro, garantizar el gobierno limitado, la libertad individual y la prosperidad económica.
Sin embargo uno de los temas que a la hora de acometer una nueva descentralización deberían ser puestos sobre la mesa con toda la honradez sería el de los territorios que actualmente el régimen regional-autonómico no reconoce. Hablo de supuestos tales como los reinos o provincias históricos no reconocidos o directamente disueltos, así como de todos aquellos contenciosos territoriales que enfrentan a dos o a más Comunidades Autónomas entre sí.
En la primera categoría podríamos incluir a León, El Bierzo, Andalucía Alta (antiguo Reino de Granada y Jaén) o las Castillas. En la segunda al Condado de Treviño, Agüera o a la Franja de Poniente aragonesa. Examinando detenidamente los problemas derivados de la primera categoría se derivan de las dos grandes divisiones territoriales de nuestra época; la división provincial y regional de Javier de Burgos sobre 1833 y la división autonómica de los años 1977 a 1995. Tanto la una como la otra procedieron a dividir artificialmente el territorio nacional en territorios que no se correspondían con la realidad existente en la época y ni mucho menos con la tradición histórica. En 1833, la Andalucía Oriental fue anexionada a la Occidental, la provincia de Albacete a Murcia, la histórica Provincia del Vierzo se incorporó a León y el territorio de Galicia se dividió en cuatro provincias que venían a sustituir a las antiguas sete provincias en las que se venía dividiendo el reino. La división provincial hizo el resto, creando unas subdivisiones dentro de las regiones que no sólo atentaban contra el principio de autoorganización de las mismas, sino que además suponían una extraña y artificiosa solución que no se adaptaba a las realidades y necesidades existentes dentro de cada territorio.
El mapa territorial de la Transición y los primeros años de la III Restauración Borbónica agravó el problema al crear comunidades autónomas sin ninguna legitimidad histórica o faltas del refrendo popular, alejadas de la realidad de cada territorio por oscuros intereses políticos y partidistas. Una locura el crear una comunidad ex profeso para Madrid, municipio que por su calidad de capital nacional debería ser un territorio neutral, más sin desgajar toda la provincia de Castilla la Nueva. Peor se me pone la nomenclatura de esta última, "Castilla-La Mancha", absurda e imposible de justificar desde ninguna perspectiva, al igual que ocurre con la "Comunidad Valenciana" o el "País Vasco". Las Andalucías reunificadas en un sólo cuerpo común, aquello fue un aquelarre de nacionalismo sureño que resucitaría al mismísimo Blas Infante. Ya no hablemos de esperpento que supuso la segregación de Cantabria y la Rioja de Castilla la Vieja, todo por las pretensiones del PNV por poder echar mano de aquellos territorios nada más el Gobierno de turno lo permitiese y de este modo realizar los desmanes fascistoides de Arana. Y supongo que para compensar a mis maltrechos compatricios castellanos los Padres de la Constitución pusieron sus barbas a remojar y sus miolos a cabilar e idearon la fatal unión de castellanos viejos y leoneses.
Lo de León sea quizá el caso más conocido y el más sangrante. Al igual que ocurre con Alta Andalucía (la Oriental) la creación de una super-comunidad autónoma sólo ha servido para fomentar el centralismo ha pequeña escala, enviar a enormes masas de población a lugar olvidado lejos de las miradas de las instituciones y por una vez más agrandar la enorme deuda histórica que la nación tiene para con sus tierras. Deuda histórica que se traduce en la ausencia de una libertad para que los ciudadanos de ciertas regiones instituyan y elijan los poderes menores que han de gobernarlos. La mejor manera que se me antoja necesaria e idónea para solucionar problemas como el de León, Andalucía Oriental, las Castillas y otros muchos tales como el de Málaga, El Bierzo, Gran Canaria, Ceuta, Melilla, Franja de Poniente, Treviño, Agüera, etcétera, es permitir que sean los españoles habitantes de estos controvertidos territorios los que determinen su futuro.
A alguno le parecerá separar innecesariamente, pero digo yo que todo lo veo necesario para garantizar de una vez por todas la libertad de ordenación del territorio nacional por parte de los ciudadanos que lo habitan. De este modo y con la oportuna descentralización, lo cual nos llevaría a la necesaria federación, podremos solucionar muchos de los problemas que hoy nos afligen. Hoy Zamora o Almería son zonas poco desarrolladas por causa del centralismo que en múltiples materias opera desde Sevilla. Las Castillas o Galicia son provincias retrasadas respecto a las joyas de la Corona, Vascongadas y Cataluña, privilegiadas por el centralismo de Madrid. Descentralicemos pues, pero no sólo hacia las provincias o regiones, si no también respecto a los municipios y comarcas. Sólo la cercanía del Gobierno al ciudadano nos devolverá mayores cuotas de libertad, progreso social y desarrollo económico, y lo que es igual de importante, reafirmará en los españoles la idea de Patria.
Sin embargo uno de los temas que a la hora de acometer una nueva descentralización deberían ser puestos sobre la mesa con toda la honradez sería el de los territorios que actualmente el régimen regional-autonómico no reconoce. Hablo de supuestos tales como los reinos o provincias históricos no reconocidos o directamente disueltos, así como de todos aquellos contenciosos territoriales que enfrentan a dos o a más Comunidades Autónomas entre sí.
En la primera categoría podríamos incluir a León, El Bierzo, Andalucía Alta (antiguo Reino de Granada y Jaén) o las Castillas. En la segunda al Condado de Treviño, Agüera o a la Franja de Poniente aragonesa. Examinando detenidamente los problemas derivados de la primera categoría se derivan de las dos grandes divisiones territoriales de nuestra época; la división provincial y regional de Javier de Burgos sobre 1833 y la división autonómica de los años 1977 a 1995. Tanto la una como la otra procedieron a dividir artificialmente el territorio nacional en territorios que no se correspondían con la realidad existente en la época y ni mucho menos con la tradición histórica. En 1833, la Andalucía Oriental fue anexionada a la Occidental, la provincia de Albacete a Murcia, la histórica Provincia del Vierzo se incorporó a León y el territorio de Galicia se dividió en cuatro provincias que venían a sustituir a las antiguas sete provincias en las que se venía dividiendo el reino. La división provincial hizo el resto, creando unas subdivisiones dentro de las regiones que no sólo atentaban contra el principio de autoorganización de las mismas, sino que además suponían una extraña y artificiosa solución que no se adaptaba a las realidades y necesidades existentes dentro de cada territorio.
El mapa territorial de la Transición y los primeros años de la III Restauración Borbónica agravó el problema al crear comunidades autónomas sin ninguna legitimidad histórica o faltas del refrendo popular, alejadas de la realidad de cada territorio por oscuros intereses políticos y partidistas. Una locura el crear una comunidad ex profeso para Madrid, municipio que por su calidad de capital nacional debería ser un territorio neutral, más sin desgajar toda la provincia de Castilla la Nueva. Peor se me pone la nomenclatura de esta última, "Castilla-La Mancha", absurda e imposible de justificar desde ninguna perspectiva, al igual que ocurre con la "Comunidad Valenciana" o el "País Vasco". Las Andalucías reunificadas en un sólo cuerpo común, aquello fue un aquelarre de nacionalismo sureño que resucitaría al mismísimo Blas Infante. Ya no hablemos de esperpento que supuso la segregación de Cantabria y la Rioja de Castilla la Vieja, todo por las pretensiones del PNV por poder echar mano de aquellos territorios nada más el Gobierno de turno lo permitiese y de este modo realizar los desmanes fascistoides de Arana. Y supongo que para compensar a mis maltrechos compatricios castellanos los Padres de la Constitución pusieron sus barbas a remojar y sus miolos a cabilar e idearon la fatal unión de castellanos viejos y leoneses.
Lo de León sea quizá el caso más conocido y el más sangrante. Al igual que ocurre con Alta Andalucía (la Oriental) la creación de una super-comunidad autónoma sólo ha servido para fomentar el centralismo ha pequeña escala, enviar a enormes masas de población a lugar olvidado lejos de las miradas de las instituciones y por una vez más agrandar la enorme deuda histórica que la nación tiene para con sus tierras. Deuda histórica que se traduce en la ausencia de una libertad para que los ciudadanos de ciertas regiones instituyan y elijan los poderes menores que han de gobernarlos. La mejor manera que se me antoja necesaria e idónea para solucionar problemas como el de León, Andalucía Oriental, las Castillas y otros muchos tales como el de Málaga, El Bierzo, Gran Canaria, Ceuta, Melilla, Franja de Poniente, Treviño, Agüera, etcétera, es permitir que sean los españoles habitantes de estos controvertidos territorios los que determinen su futuro.
A alguno le parecerá separar innecesariamente, pero digo yo que todo lo veo necesario para garantizar de una vez por todas la libertad de ordenación del territorio nacional por parte de los ciudadanos que lo habitan. De este modo y con la oportuna descentralización, lo cual nos llevaría a la necesaria federación, podremos solucionar muchos de los problemas que hoy nos afligen. Hoy Zamora o Almería son zonas poco desarrolladas por causa del centralismo que en múltiples materias opera desde Sevilla. Las Castillas o Galicia son provincias retrasadas respecto a las joyas de la Corona, Vascongadas y Cataluña, privilegiadas por el centralismo de Madrid. Descentralicemos pues, pero no sólo hacia las provincias o regiones, si no también respecto a los municipios y comarcas. Sólo la cercanía del Gobierno al ciudadano nos devolverá mayores cuotas de libertad, progreso social y desarrollo económico, y lo que es igual de importante, reafirmará en los españoles la idea de Patria.
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