A nadie escapa que vivimos un momento de significativa confusión.
Para algunos, se trata de un mero hecho accidental, provocado por la ilógica del Sistema, de la evolución de los acontecimientos y, en consecuencia, de la sistemática de la acción-reacción que provoca el incesante y oscilante movimiento racional, moral, político, social y económico.
Para otros, sin embargo, la confusión no es casual, no es accidental, sino más bien pretendida.
Resulta incuestionable que en los últimos decenios todos los esquemas, hasta entonces, propuestos han ido, paulatinamente, cayendo en el fracaso, cuando no olvido.
Desde las sucesivas propuestas políticas y/o económicas, hasta la inversión de los valores morales, hasta entonces, defendidos, todo ha ido, poco a poco, cayendo, sino por su propio peso, al menos como consecuencia de algún que otro pequeño impulso.
Da la sensación que desde “varios frentes” llegasen los diferentes impulsos que, conjuntamente, accidentalmente o no, acabasen provocando el colapso de un mundo, hoy abocado ya a la desaparición.
Hoy se afirma sin ningún rubor que las ideologías han muerto, que ya nada de lo, en su día, expuesto tiene cabida en este período convulso.
Parece como si el nihilismo se hubiese apropiado de nuestros cerebros, nuestras almas, y campease orgullosamente por el mundo, aunque, curiosamente, sin proponer, al menos por ahora, nada alternativo.
No obstante, es menester fijarse en los pequeños detalles para comprobar que tal actitud, lejos de ser el resultado de un lógico hastío, por el contrario viene a resultar la síntesis de dos propuestas, aparentemente, antagónicas pero que, como ya he resuelto en diferentes ocasiones precedentes, en realidad han sido siempre el anverso y reverso de la misma moneda.
Obsérvese que hasta no ha mucho se planteaban a la Humanidad dos mundos aparentemente antagónicos:
El liberal, el burgués, el capitalista, representado por la “sacrosanta” democracia, en la que, supuestamente, el pueblo participaba en la elección de sus gobernantes y que éstos, a su vez, procuraban gobernar para aquéllos, en busca del bien común.
En esta dialéctica, aparentemente idílica, la ley de la mayoría representaba la expresión incuestionable del bien común, de la bondad social y del progreso.
La ley era, pues, bien simple: si la mayoría decide que algo es bueno, algo bueno debe ser.
En el “otro lado”, el supuesto enemigo: el sistema marxista, el cual, lejos de aceptar la tesis “mayoritaria”, abrazaba una propuesta totalitaria, en la que el Estado, como un “dios” omnipotente y omnipresente, garantizaría la plenitud del desarrollo social, político y económico del pueblo, expresado en la clase obrera.
Hasta aquí el escenario.
Y luego, sucesivamente, entran los actores.
Por un lado, los políticos liberales que, curiosamente, al menos teóricamente, abarcan “todo el espectro político”.
Así el pueblo es invitado a participar en la fiesta (así lo llaman) de la democracia, en la que “libremente” deciden qué partido político tiene más afinidad con sus “inquietudes”, decidiendo, en último término, la “mayoría”, representada por una “mayoría” parlamentaria, quién será el nuevo director de la orquesta.
Como eslabón entre el pueblo, los ciudadanos, y el Estado, se configura un ente informe al que denominan “partido” político, supuestamente constituido por “partidarios” y que se unen, teóricamente, bajo el común denominador de una supuesta o teórica ideología política.
Por otro lado, el “politburó” o engendro directivo y “popular” que, al constituirse sobre la base irrenunciable de una teórica clase proletaria, por definición, aunque “forzada”, dirige el Estado hacia el triunfo de una constante e inacabada revolución que, curiosamente, siempre se muestra, a la postre, estancada, cuando no yerma.
Y es en este escenario, cuyo teatro es el mundo, en el que se inician los “diálogos” sordos, los circunloquios constantes, los soliloquios eternos.
Resulta, no obstante, significativo, sospechoso, que no habiendo un director, el equilibrio se mantenga constante, incluso, “milagrosamente” efectivo.
Los actores se van sucediendo irremisiblemente, sin solución de continuidad, otorgando, de vez en cuando, a los sufridos administrados ciertas vías de escape para que puedan “expresar” sus miserias, sus anhelos inalcanzables, y, en su caso, sus frustraciones permanentes.
Y, además, como la “sangría” baja la tensión, de vez en cuando, por aquello de no perder la costumbre ….y ciertos privilegios….. se aventa una guerra aquí o allá, da igual, con tal de mantener el sutil “equilibrio” que el mundo necesita.
Y mientras que unos se dedican a redibujar el mapa geoeconómico, otros se dedican a socavar los cimientos morales larga y sólidamente sustentados durante siglos.
Ambos, cada uno desde su puesto, desde su perspectiva, acude a la llamada del otro para, sutilmente, allanar el camino de la definitiva confluencia “salvífica”.
Y un día llega el momento de romper el equilibro, y contrariamente a lo que muchos pensaban, lejos de alcanzarse el final por el triunfo definitivo de uno sobre el otro, resulta que, sorpresivamente, “el otro” se desmorona, sin motivo aparente.
Desaparecido ya el “enemigo”, sólo queda descerebrar al que ha sobrevivido, y, entonces, se produce el paulatino desmoronamiento del mundo hasta entonces existente.
Y, en eso estamos, señores.
Y hoy, cuando el mundo, otrora, triunfante, sobreviviente, se desmorona ya a pasos agigantados, nos asalta la duda de si ese desmoronamiento, lejos de ser la consecuencia lógica del declive de un Sistema, de su fracaso, en realidad no encierra un plan perfectamente preconcebido que, simplemente, sigue inexorablemente unas pautas marcadas desde hace tiempo.
Y, así, nos encontramos con unos supuestos actores: los políticos.
Y, así, nos encontramos con un sistema económico que, curiosamente, cada día tiene menos cabezas visibles, lo cual “obliga” a aquéllos, los políticos, a actuar cada día con más “intensidad” en un campo tradicionalmente “vetado” a sus “habilidades”.
Por otro lado, nos encontramos con unos “fanáticos” que, si bien un día fueron financiados y alentados por aquéllos, hoy, extrañamente, son sus propios y acérrimos enemigos.
De repente, se provoca un colapso a escala mundial que, muy pocos años después, y sin solución de continuidad, tiene su réplica en el ámbito económico y que nuestros afamados políticos, nuestros significativos “líderes”, se ven, como se verán, imposibilitados para subsanar.
Pues, curiosamente, lejos de erigirse aquéllos en hombres y mujeres de gran entidad intelectual, por el contrario incrementan exponencialmente su demagogia en proporción a su cada día más palmaria incapacidad intelectual.
En definitiva: meros títeres en un mundo necesitado de soluciones imaginativas y eficaces.
¿Vamos a aceptar, entonces, la tesis de que un grupo de gilipollas, indigentes mentales, son los que, en realidad, están “gobernando” el mundo?
Sinceramente, estoy convencido de que no.
Ni creo que tales ineptos tengan la más mínima capacidad de gobierno, y mucho menos de decisión, sino que, además, ni creo que sepan tocar “las teclas del piano” para que éste suene más o menos armónicamente.
Ni gobiernan, ni dirigen, ni planifican.
Son meros títeres, meras máscaras de una tragicomedia griega que ocultan tras de sí a los auténticos responsables de este desaguisado y, lo que es peor, a los reales, actuales y futuros, amos del mundo.
Para finiquitar la mascarada, la farsa, una vez alcanzado el cénit del colapso económico, sólo son necesarios dos actos más: el colapso moral y un último y definitivo conflicto armado.
Inmersos, entonces, en una anarquía sin precedentes.
Carentes ya de referencia espiritual y material, el mundo se pondrá a sus pies para aceptar cualquier componenda con tal de conseguir una definitiva, aunque aparente o falsa, paz.
No será porque algunos no lo hayamos advertido.
Un saludo desde el Infierno.
Para algunos, se trata de un mero hecho accidental, provocado por la ilógica del Sistema, de la evolución de los acontecimientos y, en consecuencia, de la sistemática de la acción-reacción que provoca el incesante y oscilante movimiento racional, moral, político, social y económico.
Para otros, sin embargo, la confusión no es casual, no es accidental, sino más bien pretendida.
Resulta incuestionable que en los últimos decenios todos los esquemas, hasta entonces, propuestos han ido, paulatinamente, cayendo en el fracaso, cuando no olvido.
Desde las sucesivas propuestas políticas y/o económicas, hasta la inversión de los valores morales, hasta entonces, defendidos, todo ha ido, poco a poco, cayendo, sino por su propio peso, al menos como consecuencia de algún que otro pequeño impulso.
Da la sensación que desde “varios frentes” llegasen los diferentes impulsos que, conjuntamente, accidentalmente o no, acabasen provocando el colapso de un mundo, hoy abocado ya a la desaparición.
Hoy se afirma sin ningún rubor que las ideologías han muerto, que ya nada de lo, en su día, expuesto tiene cabida en este período convulso.
Parece como si el nihilismo se hubiese apropiado de nuestros cerebros, nuestras almas, y campease orgullosamente por el mundo, aunque, curiosamente, sin proponer, al menos por ahora, nada alternativo.
No obstante, es menester fijarse en los pequeños detalles para comprobar que tal actitud, lejos de ser el resultado de un lógico hastío, por el contrario viene a resultar la síntesis de dos propuestas, aparentemente, antagónicas pero que, como ya he resuelto en diferentes ocasiones precedentes, en realidad han sido siempre el anverso y reverso de la misma moneda.
Obsérvese que hasta no ha mucho se planteaban a la Humanidad dos mundos aparentemente antagónicos:
El liberal, el burgués, el capitalista, representado por la “sacrosanta” democracia, en la que, supuestamente, el pueblo participaba en la elección de sus gobernantes y que éstos, a su vez, procuraban gobernar para aquéllos, en busca del bien común.
En esta dialéctica, aparentemente idílica, la ley de la mayoría representaba la expresión incuestionable del bien común, de la bondad social y del progreso.
La ley era, pues, bien simple: si la mayoría decide que algo es bueno, algo bueno debe ser.
En el “otro lado”, el supuesto enemigo: el sistema marxista, el cual, lejos de aceptar la tesis “mayoritaria”, abrazaba una propuesta totalitaria, en la que el Estado, como un “dios” omnipotente y omnipresente, garantizaría la plenitud del desarrollo social, político y económico del pueblo, expresado en la clase obrera.
Hasta aquí el escenario.
Y luego, sucesivamente, entran los actores.
Por un lado, los políticos liberales que, curiosamente, al menos teóricamente, abarcan “todo el espectro político”.
Así el pueblo es invitado a participar en la fiesta (así lo llaman) de la democracia, en la que “libremente” deciden qué partido político tiene más afinidad con sus “inquietudes”, decidiendo, en último término, la “mayoría”, representada por una “mayoría” parlamentaria, quién será el nuevo director de la orquesta.
Como eslabón entre el pueblo, los ciudadanos, y el Estado, se configura un ente informe al que denominan “partido” político, supuestamente constituido por “partidarios” y que se unen, teóricamente, bajo el común denominador de una supuesta o teórica ideología política.
Por otro lado, el “politburó” o engendro directivo y “popular” que, al constituirse sobre la base irrenunciable de una teórica clase proletaria, por definición, aunque “forzada”, dirige el Estado hacia el triunfo de una constante e inacabada revolución que, curiosamente, siempre se muestra, a la postre, estancada, cuando no yerma.
Y es en este escenario, cuyo teatro es el mundo, en el que se inician los “diálogos” sordos, los circunloquios constantes, los soliloquios eternos.
Resulta, no obstante, significativo, sospechoso, que no habiendo un director, el equilibrio se mantenga constante, incluso, “milagrosamente” efectivo.
Los actores se van sucediendo irremisiblemente, sin solución de continuidad, otorgando, de vez en cuando, a los sufridos administrados ciertas vías de escape para que puedan “expresar” sus miserias, sus anhelos inalcanzables, y, en su caso, sus frustraciones permanentes.
Y, además, como la “sangría” baja la tensión, de vez en cuando, por aquello de no perder la costumbre ….y ciertos privilegios….. se aventa una guerra aquí o allá, da igual, con tal de mantener el sutil “equilibrio” que el mundo necesita.
Y mientras que unos se dedican a redibujar el mapa geoeconómico, otros se dedican a socavar los cimientos morales larga y sólidamente sustentados durante siglos.
Ambos, cada uno desde su puesto, desde su perspectiva, acude a la llamada del otro para, sutilmente, allanar el camino de la definitiva confluencia “salvífica”.
Y un día llega el momento de romper el equilibro, y contrariamente a lo que muchos pensaban, lejos de alcanzarse el final por el triunfo definitivo de uno sobre el otro, resulta que, sorpresivamente, “el otro” se desmorona, sin motivo aparente.
Desaparecido ya el “enemigo”, sólo queda descerebrar al que ha sobrevivido, y, entonces, se produce el paulatino desmoronamiento del mundo hasta entonces existente.
Y, en eso estamos, señores.
Y hoy, cuando el mundo, otrora, triunfante, sobreviviente, se desmorona ya a pasos agigantados, nos asalta la duda de si ese desmoronamiento, lejos de ser la consecuencia lógica del declive de un Sistema, de su fracaso, en realidad no encierra un plan perfectamente preconcebido que, simplemente, sigue inexorablemente unas pautas marcadas desde hace tiempo.
Y, así, nos encontramos con unos supuestos actores: los políticos.
Y, así, nos encontramos con un sistema económico que, curiosamente, cada día tiene menos cabezas visibles, lo cual “obliga” a aquéllos, los políticos, a actuar cada día con más “intensidad” en un campo tradicionalmente “vetado” a sus “habilidades”.
Por otro lado, nos encontramos con unos “fanáticos” que, si bien un día fueron financiados y alentados por aquéllos, hoy, extrañamente, son sus propios y acérrimos enemigos.
De repente, se provoca un colapso a escala mundial que, muy pocos años después, y sin solución de continuidad, tiene su réplica en el ámbito económico y que nuestros afamados políticos, nuestros significativos “líderes”, se ven, como se verán, imposibilitados para subsanar.
Pues, curiosamente, lejos de erigirse aquéllos en hombres y mujeres de gran entidad intelectual, por el contrario incrementan exponencialmente su demagogia en proporción a su cada día más palmaria incapacidad intelectual.
En definitiva: meros títeres en un mundo necesitado de soluciones imaginativas y eficaces.
¿Vamos a aceptar, entonces, la tesis de que un grupo de gilipollas, indigentes mentales, son los que, en realidad, están “gobernando” el mundo?
Sinceramente, estoy convencido de que no.
Ni creo que tales ineptos tengan la más mínima capacidad de gobierno, y mucho menos de decisión, sino que, además, ni creo que sepan tocar “las teclas del piano” para que éste suene más o menos armónicamente.
Ni gobiernan, ni dirigen, ni planifican.
Son meros títeres, meras máscaras de una tragicomedia griega que ocultan tras de sí a los auténticos responsables de este desaguisado y, lo que es peor, a los reales, actuales y futuros, amos del mundo.
Para finiquitar la mascarada, la farsa, una vez alcanzado el cénit del colapso económico, sólo son necesarios dos actos más: el colapso moral y un último y definitivo conflicto armado.
Inmersos, entonces, en una anarquía sin precedentes.
Carentes ya de referencia espiritual y material, el mundo se pondrá a sus pies para aceptar cualquier componenda con tal de conseguir una definitiva, aunque aparente o falsa, paz.
No será porque algunos no lo hayamos advertido.
Un saludo desde el Infierno.
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