Recientemente, en una concentración de hijos de puta digna del Libro Guinness (había más hijos de puta por metro cuadrado que en un mítin del Peneuve), se orquestó una sonora pitada al Himno Nacional y al rey. Personalmente, que piten al monarca me la trae al pairo. Al fin y al cabo, cada uno acaba recogiendo lo que ha sembrado ("hablando se entiende la gente", ¿se acuerdan?). Lo de que piten el Himno Nacional, aunque en esta fauna es algo consustancial a su naturaleza (el hijo de puta hace hijoputeces, si no, no sería un hijo de puta) no deja de tocar las narices.
En un país normal, una cosa así hubiera terminado en batalla campal entre el rebaño hijoputesco y la minoría de personas decentes que había en el estadio. Aquí, como era de esperar, no pasó nada. La tele gubernamental, primero intentó ocultar el vergonzoso episodio y luego, en una trapisonda digna de una república bolivariananera, lo emitió con el sonido retocado. Y ya está. Ni una sanción, ni una disculpa pública de los presidentes de los equipos, ni una palabra de condena. Lo más parecido a una reprobación fueron unas tímidas palabras de Mary Rajoy, intentando hacernos creer que todo había sido obra de una minoría. Patético.
Lo más triste de todo es saber que, si en lugar de al Himno Nacional, se hubiera pitado, por ejemplo, a un futbolista negro de color, el estadio hubiera sido clausurado por varias jornadas y los presidentes de ambos equipos hubieran condenado enérgicamente el episodio. Faltaría más. Aquí está más protegida la delicada sensibilidad de cualquier negro que nuestra bandera. Podremos ser unos cobardes calzonazos acomplejados, pero a antirracistas no nos gana nadie.
En un país normal, una cosa así hubiera terminado en batalla campal entre el rebaño hijoputesco y la minoría de personas decentes que había en el estadio. Aquí, como era de esperar, no pasó nada. La tele gubernamental, primero intentó ocultar el vergonzoso episodio y luego, en una trapisonda digna de una república bolivariananera, lo emitió con el sonido retocado. Y ya está. Ni una sanción, ni una disculpa pública de los presidentes de los equipos, ni una palabra de condena. Lo más parecido a una reprobación fueron unas tímidas palabras de Mary Rajoy, intentando hacernos creer que todo había sido obra de una minoría. Patético.
Lo más triste de todo es saber que, si en lugar de al Himno Nacional, se hubiera pitado, por ejemplo, a un futbolista negro de color, el estadio hubiera sido clausurado por varias jornadas y los presidentes de ambos equipos hubieran condenado enérgicamente el episodio. Faltaría más. Aquí está más protegida la delicada sensibilidad de cualquier negro que nuestra bandera. Podremos ser unos cobardes calzonazos acomplejados, pero a antirracistas no nos gana nadie.
Así es de triste. Si se ofende a uno hay sanciones. Si se ofende a millones se echa tierra encima
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